domingo, 17 de mayo de 2020

Elogio del detenerse

Asegura Pablo d’Ors (en su libro Biografía del silencio) que el valor supremo de nuestros tiempos es sumar, y que nadie nos enseña a restar. Y que la vida es restar, ir dejando pedacitos de ti en el camino para llegar a la resta definitiva, que es la muerte. Esta concepción de la vida es muy oriental pero no olvidemos que los cuentos tradicionales llegan de Oriente, lo mismo que nuestras lenguas indoeuropeas, porque relato y lengua van indisolublemente unidos. Es por ello que, frente a los valores modernos de sumar, ganar, encontrar un tesoro, adquirir, llegar a la meta, los cuentos tradicionales nos enseñan el valor de restar, de perder, de recoger lo inútil, de despojarse, de detenerse. Y así nos enseñan que cuando alguien suma es porque otro resta, que no hay mayor ganancia que perder que perderse, que no hay mayor tesoro que encontrarle valor a lo inútil, que lo único que tienes es aquello que das, y que no hay forma de encontrar el camino si no te detienes. 
            De hecho, en los cuentos tradicionales todo sucede cuando el héroe se detiene, cuando pierde el tiempo, cuando olvida, por un momento, qué lo ha puesto en camino. El héroe se ha puesto en camino, no lo olvidemos nosotros, porque algo ha alterado su equilibrio callado, y se ha echado al mundo a resolver su conflicto y recuperar la armonía, el silencio, pero, para conseguir su meta, habrá de detenerse.
            Ceniciento, el héroe de muchos cuentos noruegos, es el pequeño, el despreciado por sus hermanos mayores, más fuertes y agraciados, el que está lleno de ceniza porque su única ambición es cuidar el fuego, cuidar de los otros. Es un Prometeo del pueblo. Se pone en camino porque su padre lo echa de casa para que vaya a buscar a sus hermanos, que se han puesto en camino para casarse con la princesa y no regresan. No logran su objetivo porque están centrados en la consecución del logro, en cumplir su objetivo. Olvidan el proceso, el camino, se apresuran y no se detienen.  Ceniciento es el único que consigue vencer al troll y consigue el favor de la princesa porque es el único que se detiene a cuidar a los que se encuentra, porque es el único que se olvida de sí y prima el encuentro y la ayuda del otro a su propio interés. Es el único que detenta valores tradicionalmente considerados femeninos, como el cuidado. No olvidemos que los cuentos tradicionales han sido contados sobre todo por mujeres, y los valores que los animan son los femeninos. Es por este cuidar al otro por lo que recibe el saber que le permite vencer al troll y conseguir la dignidad de rey: ser soberano de su vida, que no otra cosa significa ser rey en los cuentos tradicionales.


Ilustración de Theodor Kittelsen para el libro de Asbjornsen y Moe, 
Cuentos noruegos, Libros de las Malas Compañías, Madrid 2016.

            Pero ¿por qué se detiene el héroe? El que se ha puesto en camino se detiene para decidir qué camino tomar en la encrucijada, en el cruce de caminos. El héroe se detiene para elegir. El que busca se detiene en la cabaña de la maga, en lo más profundo del bosque, para recibir alimento de la que sabe, para nutrirse antes de seguir el camino al castillo de irás y no volverás, símbolo de la muerte, de esa muerte necesaria para renacer a otro ser: el hermano pequeño muere y se convierte en rey. La maga ofrece el alimento al héroe como se le ofrecía alimento al difunto: para su viaje al más allá. Solo en la cabaña de la maga se detiene el héroe para recibir el alimento de la magistra, de la maestra.
El que ha dejado su refugio se detiene en el camino: para compartir lo que lleva con quien se encuentra, y este le revelará el secreto. La revelación del secreto es el premio por despojarse de lo que uno lleva para entregárselo a un niño que llora, a una anciana que tiene hambre, a una mujer que pide para su hijo hambriento. El que ha dejado su refugio se detiene para besar a una joven muerta, porque el héroe sabe el valor de lo pequeño, de lo caduco, de lo frágil, de los gestos inútiles, y es capaz de ver grandeza en lo nimio, y es capaz de ver belleza en lo yerto. Lo débil, lo yerto, lo inútil tocan el corazón del héroe y el héroe olvida su tarea, olvida su meta, y se detiene.
            El nómada, el errante, se detiene para recoger objetos en apariencia inútiles, pero que descubrimos tan valiosos como el viaje que ha propiciado su encuentro. Este aprecio por lo inútil es típico de los oficios itinerantes, de los hojalateros, de los buhoneros. Las sociedades sedentarias, que han basado su modo de vida en el tener, no saben apreciar lo inútil y se pierden un tesoro. 
Pero, sobre todo, el que se ha puesto en camino, el que busca, el que ha dejado su refugio, el nómada, el errante, el héroe, se detiene para encontrarse con el otro, con el que lo ayuda o el que entorpece su devenir, pero del que siempre aprende cómo seguir, como regresar al silencio. Porque sin pararse no hay forma de distinguir el camino ni lo que el camino ofrece. Porque sin detenerse no hay forma de encontrarse. 
            El filósofo francés Paul Virilio, en su libro Velocidad y política, plantea que las anchas avenidas de las grandes ciudades han sido diseñadas para favorecer la circulación de los vehículos no para caminar, tampoco para detenerse. En estas superurbes no hay donde encontrarse: no abundan las plazas públicas, los parques, los jardines, porque el encuentro supone pararse, detenerse, y cuando uno se para para encontrarse deja de consumir y la economía se para. Estas ciudades están trazadas con una estética y una ética individualista y puritana basada en el logro individual, en la salvación individual, donde el otro es el peligro, el que dispara y mata, donde no es posible el encuentro, ni la esperanza. Detenerse en la calle, en la plaza, en el jardín es peligroso, porque puede suceder el encuentro, porque puedes descubrir que el otro, como en los cuentos tradicionales, es quien te ayuda y no quien te mata, y ese otro solo puede irrumpir en nuestra vida si nos detenemos. 
Hoy, caminando por una ciudad sitiada por la pandemia, he reparado que solo han abierto las avenidas, las más anchas, para que caminemos rápido, a las horas que nos han fijado, para que no nos expongamos al peligro que es el otro, el que contagia, el que propaga la enfermedad, la muerte. Y también he reparado en que lo primero que se clausuró fueron los jardines, los lugares donde uno se detiene para encontrarse. Todavía siguen cerrados. Los héroes que hemos sobrevivido a la pandemia vagamos perdidos por esas avenidas, apresurándonos para no encontrarnos con el otro, con la muerte, sin detenernos. La anciana maga ha muerto asfixiada en la UCI de un hospital, no es posible abandonar el refugio porque ahora es cárcel, el encuentro no reporta un premio sino la muerte, el nómada ha sido recluido en un barracón público, nada se puede recoger de la calle infectada, no hay tesoro que encontrar cuando nada puedes buscar en esta ciudad que se apresura por las amplias avenidas pero no se encuentra. He llegado a casa y he buscado refugio en mi jardín: un libro de cuentos: un lugar donde detenerme y encontrarme con el otro, con los otros.